La cajita
Relato
Hoy recibí un regalo de una tía paterna: un collar y dos pulseras con cuentas de bisutería. El artificio hecho de piedras de fantasía. Recibir ese tipo de regalos es algo común en mi familia, al menos entre mi abuela paterna, mis tías y yo.
Cuando yo era una niña de cinco o seis años, vivía con mi abuela paterna. Al lado de la habitación donde dormía, estaba el cuarto de mi tía Q, un lugar donde yo hurgaba en la tarde, cuando mi abuela tomaba una siesta y no había nadie más en la casa.
Veía sus alajeros, sus broches del cabello regados en el peinador donde cada mañana mi abuela me hacía unas coletas apretadas y relamidas a costa de mi propio gusto. En esa habitación estaban todos los instrumentos que mi abuela utilizaba para ponerme presentable antes de irnos a la escuela.
Pero además de eso, en esa habitación había pequeños tesoros. Collares, pulseras, anillos, aretes, diademas, sombreros, lentes, cosas que yo anhelaba para mí, pero que le pertenecían a mi tía. Me gustaba tocarlas, ponérmelas, probármelas y jugar a que eran mías.
Cuando mi abuela me descubría, decía: ahí deje, se va a enojar su tía si pierde algo. Y entonces dejaba todo como lo había encontrado y luego volvía más tarde, cuando ella se durmiera, saliera a la tienda o se ocupara haciendo la comida.
Tengo una tía que vive en Estados Unidos desde antes de que yo naciera. Cada tanto, mi tía mexicana-norteamericana venía de visita para ver a la familia. En su viaje traía algunos regalos como ropa o zapatos. Pero lo más importante, lo realmente deseado por mis ojos, era la bisutería de fantasía que mi abuela nos repartía. Yo lo quería todo, cada pulserita, cada anillo, cada par de aretes, los quería todos para mí.
Por supuesto tenía que conformarme con las piezas que mi abuela seleccionara para darme. Y veía cómo apartaba puñitos de ese oro falaz para cada una de mis primas, tías, para sus amigas de bordado. Pensaba: tal vez el siguiente año que venga mi tía, me toque un collar más bonito o más grande. Y atesoraba ese pequeño botín en mi cajón de ropa interior.
Pasaron los años, dejé de vivir con mi abuela paterna, pero en cada visita de mi tía mexicana-norteamericana yo increpaba a mi papá o mamá con las preguntas-proyectil: ¿no mandaron joyitas? Y entonces mi mamá sacaba un envoltorio hecho con un pañuelito o pedazo de tela y nos repartía a mis hermanas y a mí. De nuevo miraba todo, pensando que lo quería completo, que mis hermanas eran muy pequeñas para quedarse con una parte del tesoro. Pero bueno.
En cuanto tuve mis primeros pagos por realizar trabajos domésticos, visité por mi propia cuenta las tiendas del centro de mi ciudad, comprando las baratijas que completaba. Aretitos, anillos, pulseras, muchas pulseras, cadenitas. Sabía que cada uno de esos accesorios hablaban por mí y le explicaban a quienes me veían quién era, qué tan distinta me sentía, lo particular de mis gustos, mi sentido de la elegancia, de la originalidad, o algo así.
Años y años, siempre buscando verme como yo quería, a veces escuchaba un: llevas muchas pulseras. Poco a poco el estilo se hizo más sobrio. Hace unos meses mi mamá me enseñó algunas piezas de bisutería que mi abuela paterna le había enviado, nuestra parte del botín. Las vi y no tomé ninguna. Ya no me parecieron tan bonitas como en aquellos años.
Recuerdo que de niña tenía una pulsera con dijes de los personajes de Disney y un día se le cayó uno. Lloré mucho esa tarde, pataleé, intenté arreglarla, pero sólo provoqué que se le cayera otro y que la argolla que sostenía al primero que se desprendió, se arruinara totalmente. Volví a llorar, sintiéndome absolutamente estúpida por provocar ese daño. Nadie podría reparar mi pulsera y nunca-más-tendría-otra-igual…
Otro día, desperté de un sueño en el que alguien me regalaba una cajita rectangular transparente en la que fui guardando un montón de cositas y joyitas de niña. Al despertar empecé a llorar, mi mamá no entendía por qué, le pregunté dónde estaba mi cajita, la que me acababan de regalar, la de colores con chucherías bonitas. ¿Quién se la llevó? Lloré inconsolablemente esa tarde, sintiéndome víctima de un robo onírico, pero por supuesto real.
El tiempo ha ido modificando las chucherías que elijo para mi cajita, hay cada vez menos colores chispeantes y más tonos negros, dorados, neutrales.
Sigo siendo esa niña que quería quedarse con todas las joyas que sus tías traían. La niña que mira los accesorios que se ponen los demás para intentar descubrir qué clase de personas son. No sé bien cómo terminar de decir que una parte importante de mí encontró sentido este 2021 cuando pensé en compartir con otros mi afición infantil, y bien arraigada, por un collar de cuentas, una pulsera llena de piedritas de fantasía y un anillo que combina con el color de tu ropa.
Casi nadie comprende los verdaderos motivos que nos llevan a actuar, pero a veces hay flashazos de nuestra memoria que nos ayudan a entender quiénes somos, por qué buscamos lo que buscamos y cuáles son las cosas que nos motivan a actuar.
Hoy le agradezco a esa niña curiosa, metiche, esculcona y meticulosa que hizo de esos pequeños objetos parte de su identidad desde tan temprana edad. Quiero que sepa que una parte de mí siempre estará en deuda con su novel sentido del estilo y su capacidad para elegir cómo quería verse a su tan corta edad.
Twitter: @diananapoles
*Texto escrito el 30 de diciembre de 2021.