Mi primera ofrenda

Diana Nápoles
4 min readNov 8, 2020

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Por: Diana Leticia Nápoles.

De niña me encantaba ir a casa de mi abuela por el gran jardín de su patio. Salía corriendo y me ponía a ver qué cosas nuevas iba encontrando en cada visita; a ver qué plantas se agregaron, qué jardineras o riachuelos se inventaron. Mi tío Tavo, don Octavio para muchos, era hermano de mi abuela y acostumbrábamos decirle tío. Nunca se casó ni tuvo hijos, pero siempre fue como un abuelo para nosotros.

Cuando estaba en la primaria, visitaba a mi abuela los fines de semana y uno de esos días mi tío me sorprendió con un columpio. Él mismo lo fabricó, compró un pedazo de madera y lazo, era “maistro” y todo eso era sencillo para él.

Lo colgó del árbol más grande y fuerte que había en el patio y empecé a columpiarme a todas horas mientras estuviera ahí. Nunca tuve otro columpio.
En la tarde, recolectaba semillas de flores y las guardaba en bolsitas para hacerlas germinar en mi casa, aunque creo que sólo una vez logré hacer nacer una planta.

Mi tío Tavo me traía nueces y fingía que las cortaba de la higuera para dármelas. Cuando él no estaba, yo corría al árbol a buscar nueces desesperadamente, sin entender por qué nunca era capaz de encontrarlas por mi cuenta. Crecí con la creencia de que sólo él podía alcanzarlas o verlas porque se daban en la parte más alta del árbol.

La habitación de mi tío estaba pegada al patio y algunas veces nos poníamos a escuchar radio juntos, él oía “La mano peluda” y aunque me daba mucho miedo, ahí estaba junto a él, encaramada en un rincón, siguiendo religiosamente cada programa mientras estábamos en la casa.

Tavo murió este año, allá por mayo. El día que lo supe estaba iniciando mi jornada laboral y mientras leía el mensaje que envió mi mamá para contármelo rompí a llorar sin darme cuenta de cuándo empecé.
¿Cómo? ¿Era en serio? Él era mayor, pero no tanto. Uno nunca quiere que las personas envejezcan lo suficiente para decir que son “mayores”.

Recorrí mentalmente muchos de esos recuerdos. De repente aparecí en aquel patio, columpiándome en el tablón cuyos trazos a lápiz aún estaban pintados. Luego corrí hacia el limón y me puse a cortar algunos para aventarlos a la jardinera llena de agua y chispearme las calcetas blancas con lodo. Trepé el tronco de la higuera, espié en busca de nueces y me enojé de nuevo porque nunca pude hallarlas yo misma. Y entonces me detuve en seco cuando de repente comprendí que nadie más podría cortar nueces de ese árbol para mí otra vez y que estaba condenada a encontrar higos y nada más que eso en aquellas ramas.

Me bajé del árbol y me vi deambulando en la parte trasera del lugar. De niña escondía tesoros en un huequito de la pared. Era una piedra quebrada que dejaba un espacio donde guardaba reliquias; a veces metía dulces, envolturas, chucherías, fichas, pedazos de vidrios de colores, todo eso que de niños consideramos pequeños fragmentos de un mundo insospechado, el tesoro más valioso jamás descubierto. Mi tío conocía mi escondite, era mi cómplice, el único ser humano del planeta que sabía la ubicación exacta de mi depósito. Confiaba en él e incluso llegué a verlo dejando nueces para aumentar el tamaño de mi botín.

Este día de muertos puse un florero con cempasúchil comprado en Villa Juárez, Durango. Imprimí una foto de él que tomé la última Navidad y la puse en la única mesa que tengo en mi casa. No me habría imaginado que este año habría un altar o intento de, por aquí.

Estoy segura de que mi tío olió las flores y a cambio me dejó alguna nuez por ahí. Quizá cuando limpie un poco la vea salir rodando de repente y entonces corra a guardarla al huequito de la pared donde sólo él y yo sabemos lo que hay.

*Escrito el 7 de noviembre de 2020.

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Diana Nápoles
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Written by Diana Nápoles

Comunicóloga, lectora y cronista en entrenamiento

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